domingo, 17 de octubre de 2010

¡Por caridad, deme una subvención!

España es el paraíso de las subvenciones. Hay subvenciones para la compra de coches, para el gasóleo de automoción, para la edición de periódicos y libros, para la rehabilitación de casas antiguas, para la realización de películas (algunas de las cuales jamás llegan a ser proyectadas en el cine), para la organización de exposiciones y congresos (yo recibí subvenciones oficiales para organizar un par de congresos), para sostener una orquesta sinfónica prácticamente en cada pueblo, para el transporte público, a la organización de conciertos de Madonna, Sabina o U2 (por ejemplo), a clubes deportivos profesionales, a la enseñanza y la sanidad (las carencias de la enseñanza y la sanidad públicas tienen soluciones mejores que la de subvencionar centros privados, pero no voy a extenderme ahora en eso porque mi amiga B. dice que mis entradas son excesivamente largas), a la promoción del turismo, a las televisiones públicas, a la iglesia católica (deberíamos ser sus afiliados quienes la mantuviésemos y el estado limitarse a pagar por los gastos que generan ciertas actividades sociales -mantenimiento y operación de albergues o comedores sociales-), a la realización de procesiones (aunque sólo contemos las horas extras que hay que pagar a los policías que asumen el servicio de seguridad), a los sindicatos, a los partidos políticos y a todo tipo de empresas públicas y privadas por cumplir los requisitos más peregrinos. Si usted no tiene una subvención es sencillamente porque no la ha solicitado.

También hay subvenciones a grandes corporaciones internacionales que imponen condiciones draconianas para instalarse en el país. Sospecho que, con ésas, no hay más remedio que tragar, pero la subvención correspondiente podría ser compensada con contrapartidas que a la multinacional no le supondrían un esfuerzo significativo, mientras que sí contribuirían al desarrollo de la industria local.

Evidentemente, todas estas subvenciones salen de nuestros bolsillos vía impuestos. Y lo malo del asunto es que el Estado no nos da la libertad de permitirnos decidir en cuáles queremos participar y en cuáles no. Aunque yo odie el fútbol, tengo que soportar que el ayuntamiento de mi ciudad mantenga, a coste cero para el club, el estadio municipal en el que juega el equipo local. Aunque sea ateo, debo contribuir al mantenimiento de la iglesia católica. Y, aunque no soporte la televisión, estoy obligado a incluir en mis impuestos una parte para las televisiones públicas. No hay que ser un intelectual de primera para percatarse de que el sistema es profundamente injusto y nada democrático.

Pero es que hay algo peor todavía. Curiosamente, España es a la vez uno de los países más subvencionadores de Europa (casi me atrevo a decir que de todo el mundo) y uno de los menos productivos del continente. Ambas cosas están directamente relacionadas. El empresario español, que no se distingue precisamente por su sagacidad y su ingenio, dedica mucho más tiempo a buscar subvenciones que a organizar adecuadamente su empresa de forma que el trabajo de los empleados sea más productivo. ¿Por qué deberá esforzarse en mejorar la productividad si lo que deja de ganar porque ésta es muy baja lo compensa con subvenciones por esto y lo de más allá?

Lo de las subvenciones parece algo totalmente asumido. Tanto es así que, cuando recientemente el gobierno anunció las medidas que iba a aplicar para reducir el déficit (las que, en teoría, dieron lugar a la huelga del 29 de septiembre), no incluyó entre ellas nada ni remotamente parecido a un tijeretazo en las subvenciones. Y es que, desafortunadamente, el viejo tenía toda la razón del mundo cuando dijo que lo dejaba todo atado y bien atado. Porque la cultura de las subvenciones nació, se consolidó y creció con el franquismo.

A todo esto, no sé de ningún empresario que, habiendo reclamado y obtenido subvenciones para superar una época de crisis, se haya sentido moralmente obligado a devolver parte de aquéllas cuando su empresa, tras salir del pozo, entró en un periodo de bonanza. ¿Qué más quieren que les diga?

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