sábado, 21 de diciembre de 2013

Catalanes independientes... y chiflados

Anda Cataluña a vueltas con eso de que quiere ser independiente. No voy a entrar ahora a discutir la justificación de tal deseo. A cambio, quiero referirme a ese sector de catalanes (políticos, sobre todo), que supongo minoritario, que, además de buscar la ruptura con España, están más chiflados que un personaje de una novela de Tom Sharpe (¿recuerdan?; el creador de Wilt, el temible Blott, el irrepetible policía sudafricano racista y tantos otros orates por el estilo).

Según he podido leer en La Voz de Galicia de hoy, el Consejo Nacional para la Transición a la Independencia (o algo por el estilo; los catalanes tienen la misma afición que el resto de los españoles a los nombres oficiales inexplicablemente largos y compuestos por términos de lo más abstruso) ha elaborado una visión de cómo serán las relaciones entre España y la futura Cataluña independiente. Y, francamente, he quedado perplejo.

Según el lo que sea, tales relaciones serán más estrechas y armoniosas que en la actualidad. Vamos, que tú en tu casa y yo en la mía nos llevaremos mucho mejor que ahora, que vivimos los dos juntos. Encuentro discutible el pronóstico, pero voy a aceptarlo de momento. Entonces, si eso es así, ¿por qué no nos esforzamos en mejorar nuestra convivencia actual en lugar de forzar la separación? Al menos ahorraríamos gastos. Parece que el lo que sea no ha considerado tal posibilidad. O que, si la ha considerado, la ha dejado de lado. Y yo ya no entiendo nada.

¿No sabíamos de siempre que los catalanes eran muy cuidadosas con "la pela"? ¿Que no gastaban dos si podían arreglarse con una? ¿Qué les ha pasado ahora para renunciar a tan sólido principio, tanto más importante cuanto más se piensa en que esa pela sale, a fin de cuentas, de los bolsillos de los contribuyentes? Fue ahí dónde empecé a preguntarme si a algunos catalanes eso de la independencia no les ha trastocado las neuronas.

Y tuve que responderme que sí cuando llegué al final de la noticia, donde se aseguraba tajantemente que el Barcelona y el Espanyol seguirían jugando al fútbol en la liga española aunque estuvieran en una Cataluña independiente. Bueno, pase. Pero, en ese caso, ¿dónde pagarían sus impuestos?

Hay mucha gente preocupada por el debate acerca de una Cataluña independiente. Yo no comparto esa preocupación. Por el contrario, cada día que pasa me divierto más (y eso que no les he hablado de las preguntas que se proponen para el hipotético y fantasmal referendum de autodeterminación, o de la imagen de Oriol Junqueras, el líder de Esquerra, como guardaespaldas perpetuo de Artur Mas, el infortunado presidente de la Generalitat). Y es que algunos catalanes chiflados son realmente simpáticos.

Los juegos españoles

El sábado 7 de septiembre de 2013 el Comité Olímpico Internacional (COI) concedió a Tokio la autorización para organizar los Juegos Olímpicos de verano y los Juegos Paralímpicos del año 2020. En la búsqueda de tal autorización la capital japonesa competía con Estambul y Madrid. Era la tercera vez consecutiva que la segunda presentaba su candidatura a la organización de los eventos citados. Ante esta circunstancia se produjeron diversas reacciones, de las cuales cabe mencionar explícitamente dos. Un gran número de españoles, que habían asumido como propia la candidatura madrileña, exteriorizó su decepción, máxime cuando se producía tras otros dos fracasos previos.

Más interesante para lo que nos importa aquí fue la segunda reacción. En muchos medios de comunicación, sobre todo en los más relevantes, hubo bastantes artículos de opinión en los que se aseguraba que el resultado era perfectamente previsible y muy merecido. Los analistas hablaron de indecencia, por proponer realizar un enorme despilfarro económico con un país en crisis; de propuesta lamentable en cuanto a infraestructuras disponibles o por construir; del pésimo nivel de inglés de las personas que defendieron la candidatura de Madrid; de actuación partidista que únicamente servía al propósito del Partido Popular por ocultar su pésima gestión en el gobierno; de incapacidad para comprender lo bien que lo habían hecho Tokio y Estambul; de la falta de severidad para castigar los casos de dopaje deportivo que se producen en España; de la nefasta imagen que el país transmite hacia el exterior con los interminables casos de corrupción; etcétera.

No es relevante ahora discutir acerca de lo fundado o no de los análisis a los que acabo de aludir. Aun admitiendo que todos ellos se ajustan a la realidad (lo cual haría todavía más grave el razonamiento que sigue), lo que me llama la atención es que ninguno de ellos (por lo menos, yo no recuerdo haber visto alguno de ese tipo con anterioridad) fue publicado antes de la decisión del COI. En otras palabras, se ha esperado a que este organismo tomara una decisión negativa para Madrid para dejar salir toda la mala uva que uno es capaz de almacenar. ¿Por qué nadie intentó anticiparse en su análisis a la resolución final sobre la sede olímpica?

Pues, sencillamente, porque a los ciudadanos de este país nos encantan estos juegos españoles. Antes de un suceso, echamos las campanas al vuelo o, todo lo más, permanecemos bien calladitos. Luego, si el suceso no resulta particularmente benéfico, cargamos contra todo lo que se mueve y encontramos defectos hasta en el aire que respiraban las personas más relacionadas con el evento.

El placer que experimentamos con los juegos españoles aparece un día sí y otro también. El 24 de julio de 2013 un tren descarrilaba por exceso de velocidad en las inmediaciones de la estación de Santiago de Compostela, dejando unos ochenta muertos. El maquinista admitió su responsabilidad de forma inmediata, pero eso no fue suficiente para nuestros analistas habituales; inmediatamente se lanzaron a indagar (y a criticar la ausencia de algunos de ellos) sobre los mecanismos de seguridad habilitados para dicho tren. Así, se encontraron responsables del accidente en RENFE, Adif, el Partido Popular, el Partido Socialista Obrero Español, el gobierno actual y el gobierno inmediatamente anterior. Sólo faltó que alguien atribuyera su cuota de responsabilidad al Papa Francisco. De nuevo, es posible que todos esos análisis sean correctos y que la identificación de responsables (léase "culpables") se ajuste a la realidad. Pero no hubo nada de eso, nada en absoluto, antes del accidente; a nadie pareció interesarle o preocuparle si el trayecto era suficientemente seguro o no. Eso no va con nosotros. Los juegos españoles consisten, precisamente, en no hacer nada hasta que ocurre algo y luego buscar debajo de las piedras los culpables suficientes para que nuestra sed de sangre quede saciada.

¿Que hay imprevisiones y mala planificación? Es cierto; en España y en muchos otros países. Pero lo de reaccionar con juegos españoles lo hemos elevado a la categoría de arte depurado. En eso somos campeones imbatibles.