lunes, 7 de marzo de 2011

Las conmemoraciones del 23-F

Todos los años, por lo menos hasta ahora, en España se evoca el intento de golpe de estado militar que tuvo sus sucesos principales el 23 de febrero de 1981. Tal vez sea bueno recordarlo, porque las generaciones más jóvenes ignoran casi todo acerca de él, además de que no les importa. Bueno, mientras no lleguemos a la pesadez del recuerdo de la guerra civil (convenientemente avivado por el presidente José Luis Rodríguez Zapatero y la televisión pública española, si bien desde una perspectiva claramente partidista), que ya terminó hace más de setenta años y seguimos dale que te pego (eso sí, en el mejor estilo español de clasificarlo todo en blanco y negro ignorando la existencia de grises), tal vez no sea una idea excesivamente mala.

En los fastos de este año una cadena de televisión privada tuvo a bien interrogar a varias decenas de personajes públicos para que nos dijeran qué estaban haciendo cuando se enteraron de la entrada de Tejero en las Cortes y qué pensaron a raíz de eso. Yo no estuve entre los entrevistados; así que recurro a este blog para contar mi historia.

Yo estaba en el laboratorio de la Universidad Politécnica de Madrid en el que por entonces trabajaba en la realización de mi tesis doctoral cuando entró un compañero de otro laboratorio diciendo que había oído en la radio que el Congreso había sido tomado por militares golpistas. Dejé lo que estaba haciendo, cogí el coche y me fui a buscar a la que entonces era mi novia (nos casamos ese mismo año, unos meses después) a la Facultad de Económicas de la Universidad Complutense, que estaba en Somosaguas. Habíamos quedado que la recogería a las nueve de la noche, al término de las clases del día, pero no hacía falta ser un genio para suponer que aquéllas se habrían suspendido. Luego pasé un par de horas con ella y otros conocidos en la cafetería del colegio mayor en el que residía y después me fui a casa. La habíamos comprado mi novia y yo como paso previo a la boda y yo vivía allí, ocupando la única habitación que teníamos amueblada. Escuché un rato la radio, en la que José María García, pese a ser un periodista de deportes, se había alzado con el protagonismo absoluto moviendo a su antojo todo lo que la cadena SER había puesto a su disposición. Atendí una llamada de mi madre, que me preguntaba desde Galicia si estaba preocupado. Le contesté que a mí no solían preocuparme las payasadas. Y había catalogado de payasada lo que ocurría casi desde el mismo momento en que empezó.

Al día siguiente, como todas las mañanas, me dirigí al cuartel en el que estaba acantonado el Regimiento de la Red Territorial de Mando. Allí prestaba mis servicios como sargento, cumpliendo mi último periodo de servicio militar en la escala de complemento reservada a los universitarios. Entré en el despacho que compartía con un comandante y un capitán, y lo encontré lleno de oficiales, que, mientras estaban pendientes de la radio, comentaban las incidencias del intento de golpe, a aquellas horas tan descafeinado que los guardias civiles que habían entrado la tarde anterior en las Cortes escapaban del recinto saliendo por las ventanas.

A eso de media mañana se dio la intentona por terminada oficialmente y el comandante, que no había cesado de trabajar en sus papeles durante todo el tiempo, dijo:
-Ya lo han oído: esto se acabó. A trabajar todo el mundo.
Los capitanes y tenientes que habían abarrotado el despacho obedecieron a medias. Antes de ponerse a trabajar, creyeron que era imprescindible recuperar las fuerzas en la cantina de oficiales y hacia ella se dirigieron. Quedamos solos el comandante y yo.

El comandante Pedro Hellín era un tipo bajo y enteco, con un gesto permanentemente serio. Era el jefe de operaciones técnicas del Regimiento. Es decir, era el responsable de mantener en funcionamiento la red desperdigada por toda España a través de la cual se cursaba el tráfico de órdenes y mensajes del Ejército de Tierra. Él no tenía formación técnica, al contrario que otros capitanes bajo su mando, que también eran ingenieros (industriales o de telecomunicaciones), pero, ¡maldita sea!, jamás vi a nadie trabajar tanto como él y esforzarse tanto como él en comprender las cuestiones técnicas. Y, por debajo de su seriedad y sequedad (no utilizaba dos palabras si le llegaba con una), era una persona de una calidad humana excepcional. Yo ya lo tenía calado, pero lo de aquella mañana acabó de confirmármelo.

-Q. -dijo cuando estuvimos solos-, en los días de golpe de estado se viene al cuartel.

Podía haberme metido un puro de impresión. Podía haberme suspendido las prácticas de sargento y hacerme repetir toda la mili como soldado. De hecho, los compañeros míos que también estaban destinados allí (éramos ocho en total) se habían presentado nada más tener noticia del intento de Tejero y habían pasado la noche en el cuartel. Eso, entre otras cosas, les había permitido comprobar que el coronel del Regimiento, Iñíguez del Moral (más tarde llegó a Jefe del Estado Mayor Conjunto), se declaraba firmemente proconstitucionalista. El único que había faltado era yo.

-A la orden, mi comandante -repliqué-. En el próximo le prometo que vengo.

El comandante Hellín ¿sonrió?, no dijo nada y nos pusimos a trabajar en silencio.

Cuando terminé mis obligaciones militares en junio, me despedí de él y nunca más volví a tener noticias suyas. Pero estoy seguro de que entienden que conserve un recuerdo especial de su persona. Por eso, cuando me preguntan (!) sobre el 23-F, lo que me viene a la memoria es el comandante Pedro Hellín.

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