sábado, 25 de junio de 2011

Un mundo perfecto... y agobiante

Obligatorio llevar puesto el cinturón de seguridad en el coche, obligatorio utilizar casco al montar en bicicleta, prohibido fumar en muchos lugares, prohibido vender bebidas alcohólicas en los recintos deportivos, prohibido exhibir crucifijos o llevar velo en ciertos recintos... Parece que el primer objetivo de cada nuevo gobierno, tanto en España como en otros países más o menos civilizados, es introducir nuevas obligaciones y prohibiciones en la vida de los ciudadanos.

Y no olvidemos las recomendaciones, en general bastante insistentes: revisión dental anual, no comer grasas, reducir los consumos de sal y azúcar, hacer deporte, caminar diariamente, vigilar la tensión arterial, abstenerse del alcohol, no regalar a nuestros hijos juguetes sexistas (muñecas, pistolas)...

Los gobiernos y las instituciones parecen empeñados en salvarnos de nosotros mismos y en hacernos llegar a viejos como sea. Es un objetivo loable, pero me parece que se paga un precio excesivamente alto por lograrlo. Nos quejamos de la continua intrusión de quienes intentan convencernos de que cambiemos de banco o de compañía telefónica, pero permanecemos impávidos ante el bombardeo buenista al que estamos sometidos. Cada vez en mayor medida, nos dejamos tratar como tiernos infantes a los que hay proteger del peligroso mundo en el que vivimos. ¿Qué fue de nuestra libertad para vivir peligrosamente? ¿Para matarnos como queramos?

Nos aseguran que la prueba de la bondad de esta estrategia es que la esperanza de vida ha aumentado. Este dato es cierto, pero, como casi todo en estadística, oculta una falacia. En España, la esperanza de vida hace cincuenta o sesenta años era claramente menor que ahora, pero no porque la gente afrontara mayores riesgos (riesgos que intentan reducir gobiernos e instituciones), sino porque moría más gente, con lo que baja el promedio de años que resiste la población. Y moría más gente porque había más pobres, muchos más pobres, y ya se sabe que los pobres tienen la arraigada costumbre de morirse relativamente jóvenes (por hambre, por falta de atención médica o por vivir en condiciones claramente insalubres). Los ricos españoles de entonces vivían tanto como los de ahora, aunque fueran obesos, no supieran qué es el colesterol, condujeran sin cinturón de seguridad, fumaran como carreteros y bebieran como cosacos. La última palabra sobre la vida o la muerte la tienen los genes, y los factores externos, salvo en casos extremos (un accidente de automóvil es un caso extremo), tienen una influencia secundaria.

No sé si este razonamiento es correcto o no, pero no se lo he escuchado a nadie más, aunque sea para rebatirlo. Y eso es lo que me preocupa. Porque no nos damos cuenta de que, con cada prohibición, obligación o recomendación (cuyos efectos incluso pueden ser cuestionables, como acabo de apuntar) perdemos un poquito más de la libertad, ya muy mermada, que nos queda. Claro que, con un poco de suerte, a lo mejor llega el día en el que nos obligan por decreto a ser libres.

1 comentario:

¡A ver qué vas a decirme! Espero que me guste, porque si no ...