En el momento de entrar en el ascensor me dijo, sonriente:
-¡Sí que te han salido bien tus hijos! Todos con sus títulos y el futuro prácticamente resuelto -lo decía a modo de halago, como si me obligara a sentirme orgulloso de lo bien que yo los había moldeado.
Ni me pregunté cómo sabía él la situación de mis hijos; aquí se sabe todo. Tampoco me cuestioné sus dotes adivinatorias acerca de lo que espera a mis vástagos en el tiempo por venir. Simplemente, me sentí triste, muy triste.
Mis hijos (marzo 2006). Foto de estudio
Es muy posible que, a primera vista, la mayor parte de la gente coincida con la apreciación de mi vecino. Pero yo no comparto ese punto de vista. Evidentemente, me alegro de que mis hijos estén triunfando, si es que podemos definirlo así, pero no tengo nada claro que eso se deba a mi influencia o a la de su madre. De acuerdo, tanto ella como yo queríamos para ellos algo como lo que ya han hecho y nuestro comportamiento y nuestra actitud han estado enfocados a ese objetivo. Pero ni teníamos un plan definido, ni fuimos revisando etapas en el proceso de educación. Salieron como salieron y punto. También queríamos, mi mujer y yo, que fueran ordenados y más responsables con sus deberes en la casa; y eso no lo logramos bajo ningún concepto.
Es decir, alguna influencia sí tuvimos, pero ¿cuánta? Ni la más remota idea. Puestos a eso, me alegro mucho más de que sean las excelentes personas que son que de todos sus logros académicos. Y tampoco sé en qué medida atribuirme el mérito en ese aspecto.
Sospecho que en muy poca. Y eso me lleva de vuelta a M., mi vecino. Tiene una hija que es más o menos de la edad de ASL. Por lo que yo sé, no se dedica a nada, ni trabaja en nada. Sólo luce tipo y conjuntos de lo más fashion y da la impresión de pretender seguir así toda la vida. En las palabras de M. había, creí detectarla, una comparación implícita entre lo que yo había logrado con mis hijos y lo que él había conseguido con la suya, comparación en la que él salía perdiendo. "¿En qué me equivoqué?", podía estar pensando perfectamente.
Eso fue lo que me puso triste. Como acabo de decir, no creo haber tenido mucha influencia en lo que hicieron mis hijos. Por tanto, supongo que tampoco tiene demasiada lo que M. hizo en el estilo de vida de su hija. No tiene por qué culpabilizarse. No tiene por qué arrastrarse por su teórico fracaso. Seguro que lo intentó lo mejor que supo, pero las cosas no salieron como él esperaba. Por eso le dije:
-Los padres no tenemos tanta influencia como algunos piensan.
No sé si mi frase le ayudó. Pero su gesto derrotado pesó en mí, en ese momento, más, mucho más, que todas las alegrías que me he llevado gracias a mis hijos.